Espero de pie en al carril catorce. En unos minutos el que revisa los boletos estará frente a mí cerciorándose si mi número concuerda con los números de su lista. La emoción de lo que sigue me llega al subir la escalerita. No puedo referirme a este trayecto de dos horas como viaje, cuando entiendo como viaje un trayecto más largo, una estancia más o menos extendida; sin embargo este pequeño traslado me reconforta. Entrar a un ambiente húmedo, ver más flores, saber que llegaré a otro lugar me alegra. Saber también que si camino por las calles es poco probable encontrarme con algún conocido es para mí importante. Mis conocidos acudirán sólo si los llamo, si acordamos vernos en algún sitio. No es el caso. Hoy me agrada sentirme anónima. Y ese tiempo específico, el que se suspende entre el punto de salida y de llegada constituye el corazón del viaje.
Elijo un asiento que dé a ventanilla. No me agrada llevar vecino. Si el asiento que me toca lleva a un persona sentada, me cambio a otro, siempre con la incertidumbre de si alguien subirá a invadir lo que a mí me gusta disfrutar sin compañía. Una vez sola empieza el viaje. Me sumo en el asiento como en un territorio de tela, sin durezas. Se me van los ojos por la ventanilla, hacia la línea del horizonte donde a veces las nubes hacen fila como esperando algo y donde otras, el perfil del cielo permanece libre, desnudo de algodones. No pasa nada, es todo imágines volátiles de yerba y piedra, de animales que se mueven ligeramente en el aire mientras el aire se mueve ligeramente entre mi cabello, aunque yo permanezca dentro del autobús, sólo presenciando. No tengo puntas sobre la piel, soy el ojo enorme de un cíclope dopado.
A veces sucede que llueve y la ventanilla es un pabellón de vidrio lloroso. Libertad comprimida en gotas que descienden lavándome, allá afuera.
Una flamita me lame desde dentro
miércoles, 29 de agosto de 2007
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Soy un árbol que desea viajar en tren

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