Me siento despacio, sin sacarla de su abstracción. Me acomodo en silencio entre los varios almohadones enfundados en color canela. La miro de perfil y me parece bella. De hecho siempre me ha parecido hermosa, distinguida. No es la suya una belleza escandalosa, es apenas como un soplo de aire de esos que se perciben más por su frescura que por su fuerza.
Ella fuma, sostiene el cigarro con gracia entre el anular y el medio y ni sospecha que la observo.
Mi corazón se vuelve delator, canto sin voz y sin dejar de mirarla.
Ella suelta el humo que avanza desde su boca, como nube a escala, desdibujándose.
Es este su frágil cubil, camuflada entre hojas verdes, suaves. La cueva silenciosa que la acoge como una especie de extensión humana de raíces y pétalos .Es ella la flor extinta que corona las ramificaciones de mi ansiedad de los últimos meses. No lo sabe, ella no me sabe. Yo sé de ella que llora por sus muertos: los que yacen bajo tierra y los que la siguen visitando y acompañándola a las cenas mensuales, a algunas salidas al cine.
Sé que cada determinado tiempo la cabalgan fiebres inexistentes y que la realidad no es una muda que acostumbre echar en su equipaje de mano.
Ella cree en mí y en mi hombro que estoico ha soportado sus lamentaciones y cree que la veo como a mi familia, y que me conformo con su presencia casi vaporosa en mi invernadero, donde reina entre colillas de cigarros y cojines, sentada y lejana.
Ella cree que las flores azules casi moradas son una bonita casualidad silvestre, que nacieron así, de la nada, obra de la luz y las condiciones climáticas. Me entretengo pensando si no imagina que flores así no nacen porque sí.
Quisiera ser a prueba de tiros, murmuro sin voz ¿Porqé no tomas una bala y disparas?
Se ha terminado el cigarro y se levanta como si alguien la dibujara cuadro por cuadro. Se extraña de verme allí, acurrucado en un rincón de su rincón, aunque sea ella la invitada en mi casa.
Me sonríe.
Mírame, moldéame, puedes perforar mi chaleco antibalas, con tu danza muda de orquídea...
Le devuelvo la sonrisa.
Ella confía en mi, en que somos de la misma especie, en que escuchamos el alarido de la noche de la misma manera y con las misma serenas manías; que me cabalguen igualmente fiebres inexistentes no nos hermana, acaso nos repatria conservando la distancia, una distancia que me empeño en acortar y que ella siembra de enredaderas y sombras.
En silencio es que la miro, despacio como se mira lo que uno sabe de naturaleza etérea.
Se difuminan los linderos de mi espíritu, como cada día, como cada hora, deseando poder dar forma al discurso que nació por ella. Me detengo sin haber empezado siquiera.
Ella me mira con agradecimiento, como quien mira a su gemelo, a una flor de la misma especie.
Ella no me sabe, no sabe nada de mí.
viernes, 30 de noviembre de 2007
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Soy un árbol que desea viajar en tren

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